14 septiembre, 2017

Por Juan Luis Goldenberg y Aurelio Gurrea Martínez

1. Introducción

La tramitación de un concurso de acreedores debe suponer la realización de varias tareas esenciales para el administrador concursal o, según proceda, el deudor en posesión. Estas tareas incluyen: (i) el reconocimiento y clasificación de créditos (para determinar cuánto debe el deudor, a quién, y por qué orden se pagarán sus deudas); (ii) el reconocimiento y valoración de activos (para ver de qué activos dispone el deudor para pagar sus deudas y cuál es el valor de estos activos); (iii) la determinación de la viabilidad de una empresa (para ver si una compañía debe ser reorganizada o liquidada); y (iv) la protección del patrimonio del deudor, tanto en el concurso de acreedores como, en su caso, a través de mecanismos de revocación y/o resarcimiento ex post, en el momento inmediatamente anterior a la declaración del concurso. Estas tareas, lógicamente, se unirán a un sinfín de funciones desempeñadas por los administradores concursales o el deudor en posesión, que abarcará desde la propia gestión o supervisión del negocio realizado por la empresa insolvente (si la compañía siguiera operando) hasta una heterogeneidad de actuaciones jurídicas derivadas del procedimiento concursal. En la presente entrada nos centraremos exclusivamente en la primera de las funciones esenciales comentadas: el reconocimiento y clasificación de créditos.

2. Tipología de créditos en el concurso: créditos concursales y deudas de la masa

El concurso de acreedores surge como consecuencia de la imposibilidad del deudor para atender sus deudas. En consecuencia, resultá prioritario que, tanto a los efectos (ex post) de pagar a los acreedores y tomar las decisiones más relevantes en el concurso, como a los efectos (ex ante) de que los acreedores puedan ajustar las condiciones de su crédito, la legislación concursal establezca de manera clara el orden por el que serán pagados los acreedores en el concurso. Las deudas que existieran con anterioridad a la declaración de concuso y, por tanto, que provocaron las situacón de insolvencia del deudor, suelen denominarse créditos concursales. Por tantos, son deudas que tienen origen pre-concursal. En caso de liquidación, la propia Ley establecerá el orden en que serán pagados los créditos concursales. Y en caso de convenio o reorganización, sería (o debería ser) la absolute priority rule, aplicada con mayor o menor rigor, la regla que limitase el principio de la autonomía de la voluntad que, en principio, debería regir en los acuerdos concursales de reorganización. Esto implicará que, aunque el convenio se base, como regla general, en la libertad contractual entre el deudor y sus acreedores, las propuestas de pago a los acreedores deberán respetar el orden de prelación que corresponda a cada acreedor: ningún acreedor junior puede cobrar antes que un acreedor senior (salvo que exista el consentimiento de estos últimos); y (ii) ningún acreedor podrá cobrar antes que los accionistas (salvo que exista consentimiento de los primeros). En esto consistirá esencialmente el respeto de la absolute priority rule: en tutelar a los acreedores como clase, para que una eventual mayoría de acreedores no puedan perjudicar, de manera oportunista, los derechos pre-existentes de acreedores de mejor clase o condición.

Por lo general, la mayor parte de los sistemas concursales prevén cuatro grandes tipos de créditos concursales: (i) créditos garantizados, que son aquellos en que el cumplimiento de la obligación se encuentra garantizado mediante algún tipo de garantía real; (ii) créditos privilegiados o preferenciales, que son aquellos que el legislador  considera que deben pagarse con anterioridad a cualquier otro crédito concursal, dentro de los bienes libres que exista para el pago de estos créditos (esto es, una vez deducidos los bienes de los acreedores asegurados hasta el importe de sus respectivas garantías) o, excepcionalmente en determinadas legislaciones concursales, incluso con cargo a posibles bienes objeto de garantía; (iii) créditos ordinarios, que son aquellos que no encajan en ninguna otra categoría de créditos concursales y se pagarán a pro rata una vez se hubieran pagado todos los créditos preferenciales; y (iv) créditos subordinados, que son aquellos que el legislador considera que deben ser pagados en último lugar, o que, en su caso, esta subordinación ha sido la consecuencia de un acuerdo de voluntades entre el deudor y los acreedores (normalmente, para conseguir condiciones financieras más ventajosas). Si hubiera bienes suficientes para pagar a todos (cosa improbable en un concurso) y la compañía procediera a su liquidación, los restantes bienes se atribuirán a los accionistas a modo de cuota de liquidación.

Junto a los créditos concursales o, si se quiere, las deudas preconcursales descritas, conviven otro tipo de deudas que se generan durante el concurso o como consecuencia del mismo. Estas deudas, que denominaremos “deudas de la masa” o “créditos contra la masa”, incluyen dos tipos de deuda: (i) aquellas que se derivan de los gastos del procedimiento (generalmente conocidas como gastos de la masa), como podría ser el caso de honorarios de abogados y administradores concursales; y (ii) aquellas otras deudas que hubiera contraído el deudor con posterioridad a la declaración de concurso (se supone que porque generan un valor económico positivo a la masa), generalmente conocidas como obligaciones de la masa, entre los que se encontrarán las deudas que se deriven de los gastos de preservar la masa activa, así como aquella financiación post-concursal (o DIP financing) contraída por el deudor. Como será explicado en otra entrada, estas deudas deberán ser abonadas con pre-deducibilidad a la masa, es decir, con cargo a los bienes libres del deudor y con carácter preferencial a cualquier  deuda pre-concursal.

Cabe destacar que, aun cuando la denominación de “deuda de la masa” o “crédito contra la masa” nos parece más ajustada a la naturaleza post-concursal de estos créditos, existen ordenamientos jurídicos (especialmente, en América Latina) que tratan esta clase de deudas post-concursales simplemente como “créditos privilegiados”, asimilándolos a créditos pre-concursales que gozan de esta misma condición (como ocurre normalmente con las deudas por salarios pendientes o los créditos de los acreedores públicos). Por tanto, en estos últimos países, no habría distinción, a efectos legales, entre “créditos contra la masa” (o deudas post-concursales) y “créditos  concursales” (o deudas pre-concursales), sino que todos los créditos serán concursales, y, entre estos últimos, existirán unos créditos privilegiados (normalmente pagados con anterioridad al resto de acreedores privilegiados) que serán las deudas post-concursales que otras legislaciones concursales denominan deudas de la masa (Italia) o créditos contra la masa (España).

Asimismo, y por excepción al régimen general, también existen países (como sería el caso paradigmático de España) en los que, habida cuenta de la importancia de determinadas deudas pre-concursales (e.g., deudas por salarios de los días inmediatamente anteriores a la declaración de concurso), estos créditos podrán ser clasificados -y pagados- como deudas de la masa. Por tanto, a pesar de ser créditos pre-concursales, serán tratados como créditos post-concursales, y, por tanto, gozarán del atributo de la “pre-deducibilidad” que les permitiría cobrar con anterioridad a cualquier otro crédito concursal no garantizado.

El reconocimiento y clasificación de créditos será una tarea que deberá ser realizada por el administrador concursal o el deudor en posesión al comienzo del procedimiento concursal. Normalmente, se servirá de una lista de acreedores pre-elaborada por el propio deudor y presentada con la solicitud de concurso, y, con la declaración de concurso, se abrirá un proceso mediante el cual cualquier acreedor del deudor (incluido o no previamente en su lista) podrá comunicar la existencia de su crédito, solicitando su reconocimiento con la graduación que proceda. Tras la evaluación de los créditos y/o solicitudes de comunicación de los mismos realizadas por los acreedores, la administración concursal o, en su caso, el deudor en posesión podrán rechazar o aceptar las solicitudes propuestas. Si hubiera controversia con algún crédito (como resultará habitual), generalmente se abrirá una fase en la que podrá solicitarse la impugnación de la lista de acreedores. Una vez resulta esta fase de impugnaciones, se obtendrá el “texto definitivo” de la lista de acreedores, que será el texto que sirva de base para saber cuánto debe el deudor, a quién debe, y por qué orden deberán pagarse sus deudas.

3. Los créditos concursales con garantía real

Como consecuencia de la influencia de la doctrina tradicional, existe una creencia generalizada a pensar que el concurso debe promover un tratamiento igualitario entre todos los acreedores, situando en el núcleo del Derecho concursal un principio de igualdad que serviría como criterio de interpretación legal. Y efectivamente, este principio de igualdad de trato (o par condicio creditorum) debe ser respetado, siempre y cuando los acreedores sean iguales. El problema es que no siempre lo son. Conforme a una interpretación amplia de la par condicio creditorum, consistente en tratar iguales a todos los acreedores, el Derecho concursal trataría de modo uniforme a los que, en ocasiones, podrán ser desiguales (por ejemplo, porque hubieran sido más diligentes, hubieran invertido en información del deudor, hubieran extendido crédito cuando otros usuarios no lo hubieran hecho, o hubieran concedido crédito a un tipo de interés más bajo como consecuencia de las eventuales garantías obtenidas en contraprestación). Por tanto, desde una perspectiva ex ante, este tratamiento igualitario podría crear una indeseable situación de riesgo moral, en la que nadie tendría incentivos para ser diligente en la concesión del crédito y/o en la vigilancia del deudor. Además, la posible supresión ex post de eventuales ventajas válidamente constituidas ex ante no sólo podría resultar perjudicial para la seguridad jurídica y el favorecimiento del acceso al crédito (ya que los acreedores, conscientes de la falta de respeto de sus derechos, serían más reticentes a la concesión de crédito, y/o, en su caso, lo harían a condiciones más onerosas para todos), sino que, además, supondría tratar igual a personas desiguales (que, por cierto, es, precisamente, la definición de injusticia enunciada por Aristóteles). Por tanto, existen argumentos jurídicos y, quizás, de manera más poderosa, económicos que aconsejan el mantenimiento, en la medida de lo posible, de las relaciones jurídicas pre-existentes, y no la imposición de un principio de igualdad entre todos los acreedores.

No obstante, la par condicio creditorum puede ser entendida desde una perspectiva estricta. En este caso, el principio de igualdad sólo se entendería aplicable entre aquellos acreedores de la misma clase o condición. Bajo esta hipótesis, aunque no siempre resulte sencillo clasificar, dentro de un mismo grupo, a unos acreedores que, incluso teniendo la misma clasificación concursal (e.g., privilegiados, ordinarios o subordinados), puedan tener particularidades distintas (e.g., un acreedor puede resultar más relevante que otro para la continuidad de la actividad del deudor, o un acreedor pudo haber otorgado su crédito en distintas condiciones de información o poder de negociación), el mantenimiento de la par condicio creditorum tendría mayor respaldo jurídico y económico. Por tanto, conviene ser prudentes con la utilización de la par condicio creditorum como principio inspirador de los procedimientos concursales, no sólo por las confusiones interpretativas que puede ocasionar a los operadores del mercado sino, muy especialmente, por los efectos perjudiciales que podrían generarse en el sistema económico como consecuencia de una interpretación amplia –y, a nuestro juicio, errónea– del principio de la par condicio creditorum.

Por este motivo, en lugar de consagrar la par condicio creditorum como principio inspirador de los procedimientos concursales, en nuestra opinión, parecería más deseable que el Derecho concursal consagrara lo que, en Estados Unidos, ha pasado a denominarse el “Butner principle, que no es más que el respeto, salvo supuestos excepciones contemplados legalmente, de las relaciones jurídicas pre-existentes. De esta manera, se conseguirían los mismos efectos que con el mantenimiento de la par condicio creditorum entendida en sentido estricto (esto es, tratar en el concurso de acreedores de manera similar a quienes tengan la misma condición fuera del concurso), pero evitando los riesgos asociados a una interpretación amplia y, a nuestro juicio, errónea del principio de igualdad de trato entre los acreedores. Al mismo tiempo, la implementación de esta medida también permitiría cubrir determinadas lagunas legales que, en ocasiones, pueden existir durante la tramitación de un concurso de acreedores, con el consecuente beneficio para la seguridad jurídica y la promoción del crecimiento económico. Finalmente, el respeto ex post de las condiciones pre-existentes también puede evitar posibles comportamientos oportunistas de aquellos acreedores que, quizás, sólo quieran el concurso para situarse en una mejor posición que fuera del concurso, o, en su caso, evitar el concurso si su posición en en el mismo resultara más desfavorable (relativamente) que fuera del concurso.

Como consecuencia de lo anterior, la condición de acreedor garantizado debe dejarse en manos del Derecho no concursal. Y si, conforme a las normas generales de un ordenamiento jurídico, un determinado acreedor obtiene una determinada garantía real sobre determinados bienes o derechos, la única labor del Derecho concursal debe ser el reconocimiento y respeto de esta garantía. Como veremos en otras entradas, existirán excepciones a este principio cuando se cumplan determinadas condiciones. Entre ellas, será relevante el cumplimiento de lo enunciado por el denominado Butner Principle, que no es más que un criterio aplicado en Estados Unidos mediante el cual se respestarán las relaciones jurídicas pre-existentes, salvo en supuestos excepcionales contemplados legalmente y en los que, normalmente: (i) se produzca un resultado beneficioso para la masa; y (ii) se otorgue una protección adecuada al acreedor garantizado. Ejemplos de estas excepciones serán abordados específicamente en otras entradas.

4. Los créditos concursales sin garantía

4.1. Los créditos privilegiados

A los efectos del presente trabajo, denominaremos créditos privilegiados a aquellos en los que, sin existir una ventaja válidamente constituida ex ante (como ocurre con los acreedores garantizados), el legislador otorga a sus titulares una posición preferente en el ranking de créditos. En concreto, serán los acreedores concursales que, una vez detraídos los bienes del acreedor garantizado (y, en algunas jurisdicciones, incluso con cargo a los mismos) cobren en primer lugar. Por tanto, dejando de lado los créditos garantizados (que se pagarán de manera separada), así como los créditos contra la masa (que se pagarán con pre-deducibilidad a la masa y, por tanto, con anterioridad a cualquiera acreedor concursal no asegurado), los acreedores privilegiados serán los primeros en ser pagados.

Existen varios argumentos que pueden justificar que el legislador decida otorgar esta categoría prilegiada a quienes, fuera del concurso, no serían más que acreedores comunes. Estos argumentos suelen identificase con algún tipo de “fallo de mercado” que justifique una intervención regulatoria. Estos fallos pueden incluir aquellas situaciones en las que un acreedor se encontraba en una situación de inferioridad respecto del deudor, ya sea en términos de información o en términos de poder de negociación, o situaciones en las que, en fin, se puede crear algún tipo de “externalidad negativa” al sistema. Si estos fallos de mercado no concurren, la preferencia del acreedor en sede concursal probablemente no se encuentre económicamente justificada y, por tanto, es posible que obedezca a un criterio de política legislativa más centrado –no en la maximización del bienestar colectivo– sino en políticas redistributivas.

Existen dos tipologías de créditos que, por lo general, suelen gozar del carácter de preferentes en la mayor parte de las legislaciones concursales de nuestro entorno: los trabajadores y los acreedores públicos. En el caso de los trabajadores, entre los que suele excluirse el personal de alta dirección, el fundamento de otorgar una preferencia reside en el hecho de que, en el momento de la contratación, éstos no disponían generalmente de los medios, los recursos, la información ni el poder de negociación para protegerse frente al deudor en condiciones de igualdad, sea solicitando garantías adicionales o ajustando los términos del crédito. Por tanto, como esta protección no puede realizarse de manera contractual y ex ante, estaría justificado que sea realizada por el legislador de manera ex post. Además, como en muchos casos, el sueldo de estos empleados será la única fuente de riqueza de las familias, y, en algunos países, no existe un alto grado de rotación en el empleo, el otorgar preferencia a los créditos de estos trabajadores puede minimizar las externalidades negativas (económicas y sociales) que podría ocasionar a la sociedad el hecho de dejar desprotegidos a esta clase de acreedores.

En todo caso, la deseabilidad de esta preferencia dependerá de varios factores, entre los que destacamos que: (i) se limite adecuadamente la identidad de los trabajadores que podrán ser acreedores preferentes, de manera que sólo se conceda esta posibilidad a los trabajadores menos cualificados (que serán quienes, probablemente, tuvieron menos posibilidades de defenderse ex ante); (ii) se limite cuantitativamente el importe de la preferencia (para asegurar que este tratamiento preferencial sólo se otorga a los trabajadores de menor sueldo, que no sólo serán, previsiblemente, quienes tuvieran menos poder de negociación ex ante, sino también quienes se encuentren más desfavorecidos ex post); (iii) exista una mayor o menor rotación en el mercado de trabajo en un determinado país; y (iv) existan o no posibles remedios alternativos para proteger a los trabajadores (e.g., subsidios, seguros, fondo de garantía salarial otorgado por el Estado, etc.). Cuanta menos protección tengan los trabajadores por otras vías, menos rotación tenga el mercado laboral, y menor sea el rango y sueldo del empleado, más protección deberá otorgarles el Derecho concursal. Por el contrario, cuanto más cualificado sea el trabajador (como ocurriría con los ejecutivos o empleados de alta dirección), mayor protección otorgue el Estado desde una perspectiva ex post, y más rotativo sea el mercado laboral de un país, menos se justificará la existencia de esta preferencia.

El otro tipo de créditos que normalmente goza de privilegios en la mayoría de legislaciones de nuestro entorno es el crédito público. En nuestra opinión, sin embargo, a pesar de los beneficios a corto plazo que puede generar este privilegio para las arcas públicas, no creemos que este privilegio se encuentre justificado. De hecho, puede resultar económicamente indeseable para el interés general. En primer lugar, el privilegio del crédito público provoca, inevitablemente, que se reduzca el grado de satisfacción de los acreedores ordinarios. Por tanto, no sólo se experimentará un mayor quebranto económico por parte de los acreedores ordinarios, sino que, además este quebrando económico, en ocasiones, provocará que el propio acredor puede devenir insolvente. En segundo lugar,  los acreedores públicos suelen disponen de mayores recursos, mejor asesoramiento y mayor información que la mayoría de acreedores privados. En tercer lugar, cabe destacar que, a diferencia de los acreedores privados, el Estado tiene las facultades para configurar, en exclusiva, todo el régimen jurídico del crédito público, desde la determinación de su monto (por concepto de capital, tasas de interés y formas de reajuste) hasta la fijación de medidas excepcionales de apremio y cobro. Además, también tiene mayores posibilidades de financiación que los acreedores privados, no solamente por la capacidad recaudatoria de los poderes públicos, sino también por sus mayores facilidades para emitir bonos del Estado o acudir a financiación en mercados internacionales (que es una opción difícilmente posible para pequeñas y medianas empresas). En cuarto lugar, el argumento de no negociar individualmente las condiciones de su crédito -y que así el acreedor público pueda considerarse “non-adjusting creditor”- tampoco nos parece suficientemente convincente en este caso por varios motivos. Por un lado, y tal y como ha quedado expuesto, los acreedores públicos pueden “ajustar” su créditos, aunque de manera colectiva a través de reformas legislativas (principalmente fiscales). Por otro lado, y pese a no ajustar ex ante (esto es, en el momento en que surja el crédito), disponen de una información y un asesoramiento ex post. Por tanto, esta circunstancia convierte a los acreedores públicos en acreedores cuasi-cualificados.

En consecuencia, a nuestro modo de ver, parecería deseable que, siguiendo los ejemplos de Australia y el Reino Unido, los legisladores concursales redujeran los privilegios del crédito público. De hecho, por los motivos expuestos, creemos que debería tener el mismo traatamiento que los acreedores privados. De esta manera, además, creemos que el legislador favorecería en mejor medida el interés público (que resulta diferente del interés de la Administración pública), al permitir un mayor grado de satisfacción y, en algunos casos, incluso la propia permanencia en el mercado de acreedores que, por un lado, pueden ser empresas potencialmente viables que puedan generar riqueza y bienestar social, y, por otro lado, se trata de acreedores con menores facilidades para el acceso al crédito que una Administración pública.

Finalmente, existen otros acreedores que, en determinadas jurisdicciones, tienen el carácter de privilegiados (en todo o en parte). Una primera tipología de estos acreedores podrían ser los acreedores extracontractuales, donde jurisdicciones como España los considera créditos privilegiados, y es algo que, por ejemplo, también ha sido propuesto en Estados Unidos. Esta opción de política legislativa nos parece la más adecuada, ya que, a diferencia de lo que ocurre con los acreedores públicos, los acreedores extracontractuales no sólo no tuvieron la oportunidad de negociar ex ante las condiciones de su crédito, sino que además tampoco son protegidos por remedios alternativos provistos por el Estado (como ocurre con los trabajadores) o informados/asesorados (como ocurre con los acreedores públicos) con carácter ex post. Además, si estos acreedores no resultaran debidamente tutelados en el concurso, también podría generarse una indeseable situación de riesgo moral que podría generar externalidades negativas en el sistema. Concretamente, si aquellos deudores más expuestos a tener acreedores extracontractuales (e.g., taxistas, arquitectos, constructores, deudores expuestos a responsabilidades medioambientales, etc.) no internalizaran íntegramente – mediante el pago de la correspondiente preferencia- el riesgo de trabajar expuestos a estos tipos de acreedores (y daños) extracontractuales, es posible que se creen incentivos perversos para reducir el nivel de cuidado ex ante, así como solicitar de manera oportunista el concurso de acreedores. Por tanto, desde un punto de vista de política legislativa, nos parece acertado calificar como privilegiados a los acreedores extracontractuales, sobre todo, si estos acreedores no resultan protegidos por otras vías (seguros de responsabilidad civil, etc.). Ahora bien, cabe considerar la eficiencia de estas medidas alternativas en cuanto que, a diferencia de lo que ocurre con otros créditos privilegiados, puede resultar difícil ajustar el verdadero riesgo de los acreedores no garantizados si acaso todo o parte del patrimonio del deudor pudiese ser destinado al pago de los daños extracontractuales. Factores de incertidumbre que no pueden ser ponderados ex ante (por ejemplo, la indemnización por daño moral) pueden aumentar el riesgo de los acreedores inferiores en la escala de prelación hasta el punto en que, en el caso de deudores más expuestos a tener acreedores extracontractuales, las vías de financiación habituales serían considerablemente más onerosas.

Otra tipología de acreedores que, en algunas jurisdicciones, también gozan de un tratamiento privilegiados son los acreedores instantes de la solicitud de concurso necesario/involuntario. En este caso, el fundamento del privilegio sería doble. Por un lado, consistiría en resarcir al acreedor que asumió los riesgos y costes de intentar la declaración voluntaria de un deudor. Y por otro lado, consistía en crear incentivos para que, cuando un acreedor conozca de la existencia de una situación de insolvencia de un deudor (que, por lo general, es una situación que puede generar posibles conductas oportunistas del deudor, posible daño a terceros, etc.), tenga incentivos para que, en beneficio –no sólo suyo sino- de todos los acreedores, ese deudor pueda ser declarado en concurso a la mayor brevedad posible. A pesar de que, con carácter general, reconozcamos las bondades de esta política legislativa, la deseabilidad de este privilegio debe evaluarse de manera conjunta con otra serie de factores. Entre ellos, conviene regular adecuadamente el momento y los requisitos en los puede y debe permitirse la solicitud de concurso por parte de los acreedores, al objeto de evitar, por un lado, que posibles empresas viables potencialmente reorganizadas fuera del concurso tengan que asumir los costes directos e indirectos derivados de la declaración de concurso (que es precisamente lo que se pretende evitar con los acuerdos extrajudiciales y los procedimientos preconcursales), sino también para evitar posibles situaciones de amenaza o chantaje de acreedores. Asimismo, también será oportuno evaluar los riesgos/costes concretos que implica solicitar la declaración de concurso de un deudor por parte de sus acreedores. Si, por ejemplo, esta solicitud de concurso involuntario/necesario implica recopilar numerosos costes de prueba, incurrir en numerosos costes legales, e incluso arriesgarse con una alta probabilidad de ser condenados a pagar las costas del proceso y/o los posibles daños o perjuicios, el “premio” percibido ex post con la calificación (total o parcial) de privilegiado puede estar justificado si consigue declarar, en beneficio de todos los acreedores, a un deudor insolvente en concurso. Sin embargo, si la solicitud de concurso necesario resulta relativamente sencilla en una determinada jurisdicción, y tampoco implica numerosos costes o riesgos legales, la justificación de la compensación ex post perderá parte de su fundamento.

4.2. Los créditos ordinarios

Los créditos ordinarios suelen ser definidos por exclusión, de manera tal que serán aquellos que no se encuentran considerados en ninguna de las restantes categorías. En este sentido, su pago dependerá del remanente disponible una vez que se hayan satisfecho los créditos de los acreedores garantizados y privilegiados, lo que supone que se encuentran expuestos a un mayor nivel de riesgo en caso de insolvencia del deudor. Dada la ausencia de una tipología de créditos ordinarios, los ordenamientos jurídicos suponen que ellos comportan la regla general en el ranking de créditos, de tal modo que no se observan en ellos circunstancias excepcionales que motivarían un tratamiento privilegiado ni subordinado, como también que no existen “fallos de mercado”, en los términos antes explicados, que impidan un ajuste del riesgo asumidos por el deudor, por ejemplo, mediante la constitución de una garantía real.

El legislador asume que, en el caso de los créditos ordinarios, los niveles de riesgo se encuentran debidamente ajustados en razón de sus términos contractuales, especialmente en lo referente a la forma de pago y tasas de interés. De lo anterior se colige, asimismo, que para una correcta ponderación de dicho riesgo, las circunstancias excepcionales antes indicadas deben estar fijadas en tales términos que sean reconocibles por los titulares de los créditos ordinarios. En el caso de los créditos asegurados, lo anterior normalmente implica que las garantías reales estén sujetas a un régimen de publicidad, tanto en torno a su propia existencia como de los términos de la garantía; y, en el caso de los créditos privilegiados, que el legislador haya determinado de modo adecuado los límites cualitativos (tipo de crédito), sin admitir el uso de la analogía, y cualitativos, especialmente en cuanto a la previsibilidad del monto cubierto por la preferencia.

Ahora bien, una vez identificados los créditos ordinarios, cabe destacar que la norma de coordinación está usualmente dada por una regla de distribución proporcional (pari passu rule), sin perjuicio de lo que se ha señalado previamente en relación con clasificar, dentro del mismo grupo, a acreedores que puedan tener particularidades distintas, especialmente en el marco de la reorganización empresarial. Sin perjuicio de los antecedentes históricos de la regla, esta parece afirmarse en dos asunciones: primero, la falta de registro público de las deudas de los comerciantes, de modo que la proporcionalidad serviría como una suerte de seguro para el mayor número de acreedores, permitiéndoles contrarrestar los problemas de asimetría de información y la necesidad de llevar a cabo un control permanente de las decisiones del deudor y de los demás acreedores durante la vigencia del crédito; y, luego, por la facilidad que la regla implica en materia de reconocimiento y graduación de los créditos en la tramitación del concurso, de manera de evitar las gestiones y costes que significaría verificar la posición de cada uno de los créditos en la escala de prelación.

Como resultado de lo anterior, y en la medida en que, en los hechos, no se hayan desbordado legislativamente los supuestos de créditos privilegiados, la persistencia de la regla de distribución proporcional consigue diluir el riesgo de insolvencia en un número considerable de acreedores, configurándose como un mecanismo que intenta evitar, hasta donde sea posible, el efecto en cadena de la insolvencia de los operadores económicos. De este modo, la cobertura de la regla pretende evitar los efectos que se producirían en el supuesto en el que otros acreedores, igualmente ordinarios, pudiesen anticiparse en el cobro de sus créditos, obteniendo de este modo una preferencia de facto. Así, el mérito económico de la regla es que ella favorece el crédito comercial.

4.3. Los créditos subordinados

La categoría de los créditos subordinados no tiene igual tradición histórica que las clases antes descritas. No obstante, cabe distinguir los supuestos de subordinación voluntaria de la tipología de créditos legalmente pospuestos. Así, aun cuando el efecto jurídico-económico sea similar (la degradación del crédito en el ranking de créditos), la justificación de uno y otro se presenta de modo diverso.

En el caso de la subordinación voluntaria o contractual, ésta tiene una justificación eminentemente financiera, identificada en el negocio jurídico que le sirve de fundamento. Así, puede utilizarse como un mecanismo para el otorgamiento de una financiación funcionalmente equivalente al capital (una especie de híbrido financiero basado en una subordinación general) que, generalmente, supondrá condiciones financieras más ventajosas para el deudor; o como una forma de garantía constituida a favor de un determinado acreedor beneficiario (bajo la lógica de una subordinación particular). De ahí que la subordinación voluntaria no esté vinculada a una tipología cerrada de créditos y que la extensión de sus efectos quede mayormente entregada a la autonomía privada.

Por su parte, en los supuestos de subordinación legal o involuntaria, ésta pretende corregir ciertas anomalías que, en virtud de la operación del sistema de graduación de créditos y en defecto de la regla postergatoria, determinaría una participación en el patrimonio del deudor de un crédito que no se considera meritorio de concurrir en igual plano que los demás créditos. En este sentido, una característica destacable de los créditos subordinados se encuentra en su tipología, de modo que el legislador debe identificar alguna circunstancia excepcional que justifique la degradación del crédito en el ámbito concursal. Lo anterior porque la subordinación supone la asunción por parte de su titular del mayor grado de riesgo de impago en caso de insolvencia, considerando especialmente que su satisfacción supone el pago previo de todos los demás acreedores concursales.

Paralelamente a lo que ocurre en el caso de los créditos privilegiados, los supuestos de subordinación legal pueden tener diversas justificaciones, no necesariamente relacionadas con penas civiles derivadas del comportamiento lesivo o inequitativo por parte del acreedor. De tal suerte, el punto de atención debe estar dado por el fortalecimiento que la medida implica en la posición de los acreedores ordinarios, en el entendido que son éstos los que se benefician mayormente de la calificación de alguno de los demás créditos como legalmente pospuestos.

Si bien los casos de subordinación legal difieren en los ordenamientos jurídicos que admiten esta categoría, existen algunos parámetros generales que pueden ser observados para la conformación de un listado de créditos que se incorporen en esta categoría.

En primer término, se sitúan aquellos casos en los que el ordenamiento pretender incentivar una determinada conducta por parte de los acreedores, sea con anterioridad a la apertura del concurso o en el contexto de un concurso ya iniciado. Entre los primeros se destacan los casos en los que el ordenamiento opta por la postergación del crédito de los socios (y, en su caso, otras partes relacionadas con el deudor), tal y como, bajo determinadas circunstancias, puede ocurrir en España, Alemania, Italia, Portugal, Colombia, Brasil, Chile, Uruguay, México, y, muy excepcionalmente, en Estados Unidos (bajo la doctrina de la “equitable subordination”). En estos ordenamientos, la subordinación se justifica esencialmente por dos motivos. Por un lado, esta subordinación pretende incentivar, desde un punto de vista ex ante, que se produzca una mayor capitalización de sociedades y, por tanto, se eviten situaciones de infracapitalización nominal (es decir, situaciones en las que los socios inyecten financiación suficiente para el desarrollo de la actividad empresarial, pero que esta financiación sea aportada a modo de deuda y no a modo de capital). El segundo motivo podría ser el de evitar un “over-investment problem”, es decir, la situación que se produce cuando se está financiando un proyecto o empresa inviable, que puede ocurrir cuando una empresa deviene insolvente. Como será explicado en otras entradas, las empresas insolventes pueden ser viables o inviables. Mientras las primeras serían dignas de nueva financiación, el objetivo de las segundas debe ser la liquidación a la mayor brevedad posible. Por tanto, habida cuenta de que una empresa inviable –a diferencia de lo que puede ocurrir con empresas viables– no será financiada probablemente por acreedores externos sino que serán los propios accionistas quienes decidan mantener a toda costa la empresa, la postergación de los créditos de los socios u otras personas relacionadas al deudor desincentivaría que se financien proyectos que no deberían ser financiados. Porque si los socios fueran firmes creyentes de la viabilidad de la compañía, quizás la financiación se inyectaría a modo de capital y no a modo de préstamo. Por tanto, la subordinación del crédito de los socios pretende ser un instrumento de protección de los acreedores, del sistema, y de los propios socios, que, en ocasiones, y como consecuencia de determinados factores no sólo económicos sino también conductuales (e.g., emociones, existencia de costes hundidos, etc.) se encuentran sesgados hacia la continuación de empresa incluso aunque sea inviable. No obstante, esta protección del sistema no será gratuita: en ocasiones, la amenaza de la subordinación podrá desincentivar que los socios de posibles empresas viables no quieran financiar la compañía, y ello genere un resultado perjudicial para deudores, acreedores, y para la sociedad en su conjunto. Por este motivo, jurisdicciones como Reino Unido, y, por lo general, Estados Unidos, no subordinan el crédito de las personas relacionadas con el deudor.

Un segundo grupo de casos podrían ser los créditos de restitución que se deriven del ejercicio de acciones revocatorias concursales, tal y como, bajo determinados supuestos, se permite en jurisdicciones como España y Chile. Normalmente, esta postergación del crédito se produce cuando, de manera oportunista y de mala fe, la contraparte del deudor hubiera intentado extraer anticipadamente bienes de la masa, y/o, en su caso, aprovecharse de las dificultades financieras del deudor. De esta manera, la subordinación pretende actuar, desde una perspectiva ex post, como posible castigo para la contraparte, así como posible medida resarcitoria a los acreedores ordinarios y privilegiados (que incrementarán el grado de satisfacción de sus créditos en el importe del crédito subordinado) por el posible daño ocasionado por la conducta oportunista de la contraparte. Además, mediante este sistema de subordinación, tambien se incentivará que, desde un punto de vista ex ante, los posibles actores que quieran contratar con el deudor se piensan dos veces si realizar una posible transacción que pueda ser perjudicial para el patrimonio del deudor.

En tercer lugar, también jurisdicciones que postergan determinados créditos por conductas perturbadoras realizadas dentro del concurso. Por lo general, esta subordinación obedece a la creación de un incentivo (stick) para actuar de una determinada manera que se considera beneficiosa para el interés del concurso. Por ejemplo, en algunas jurisdicciones se castiga que el deudor no comunique su crédito en el plazo designado al efecto, como en España y Colombia. Asimismo, otras jurisdicciones también subordinan a los acreedores que obstaculicen el procedimiento, especialmente en el ámbito de la reorganización empresarial, como en Colombia o en Chile.

En cuarto lugar, también existen ordenamientos que, para evitar un perjuicio mayor a los acreedores ordinarios y privilegiados, deciden postergar determinados créditos con el objetivo de impedir que ellos terminen disminuyendo injustificadamente sus posibilidades de pago. Ello ocurre, por ejemplo, respecto a las sanciones pecuniarias, sean administrativas o penales, como ocurre en Alemania, España, Portugal y Uruguay. Dado que dichas sanciones se consagran como medidas de reproche a la conducta de un sujeto, sólo se encontrarían justificadas en caso que sus consecuencias económicas fuesen soportadas únicamente por éste y no por terceros, como los acreedores.  De este modo, mantener una posición ordinaria (o, incluso, privilegiada, si se estimasen como créditos públicos) en el ámbito del concurso terminaría por perjudicar al resto de los acreedores, dada la reducción de su participación en el reparto del activo, soportando finalmente ellos (y no el deudor cuya conducta mereció la imposición de la multa) el costo de la penalidad. Por tanto, se trata de no externalizar sobre terceros una sanción propia.

Un último grupo de casos de créditos subordinados existentes a nivel internacional atiende a una minusvaloración de la causa del crédito, como ocurre en aquellos sistemas como el portugués y el alemán en los que se regula la subordinación de los créditos originados en negocios jurídicos gratuitos. Respecto a éstos, el ordenamiento asume que ellos no sirvieron al deudor en el fortalecimiento de sus activos y que incluso pudieron haber conducido al deterioro patrimonial. Similar ocurre con los créditos por intereses, en los que la regla de la postergación (como se reconoce, por ejemplo, en Alemania, España, Portugal, Colombia y Chile) pretende, para algunos, un reequilibrio de las partes al interior del concurso, o, para otros, una simplificación del procedimiento, evitando el continuo cálculo de las posiciones crediticias.

5. Conclusiones

La tarea del reconocimiento y clasificación de los créditos en el ámbito del concurso resulta determinante, no sólo por la importancia de cuantificar el importe debido a los acreedores, sino también por los efectos ex ante y ex post que la cuantía y prelación de los pagos puede ocasionar en la eficiencia del sistema crediticio y, en general, en el sistema económico. De esta suerte, una modificación de las reglas pre-concursales sólo puede observarse en términos de excepción, y sólo en la medida en que los resultados de tales modificaciones se estimen más eficientes para el cumplimiento de los fines del concurso.

Como se ha comentado, una de las reglas fundamentales del Derecho concursal era la par condicio creditorum, o, si se quiere, el principio mediante el cual todos los acreedores deben tener el mismo tratamiento. Sin embargo, este principio debe entenderse de manera estricta y, por tanto, implicar tratamiento un trato igualitario entre los mismos acreedores. Un sistema concursal eficiente no sólo puede sino que, además, debe permitir y reconocer las diferentes categorías de créditos. A modo de ejemplo, la posición privilegiada previamente pactada con los acreedores garantizados debe mantenerse en el concurso. De lo contrario, podría generarse un incremento generalizado del coste del crédito que podría afectar a toda la sociedad en su conjunto. Asimismo, y tal y como se ha comentado, las privilegios otorgados legalmente también pueden encontrar una justificación económica, en la medida en la que operan como medios ex post de ajuste de ciertos “fallos de mercado”, como podrían ser los que se producen cuando existe un desequilibro el nivel de información o poder de negociación de las partes. Finalmente, un sistema concursal también puede contemplar la posibilidad de subordinar determinados créditos, siempre que, tras un análisis ex ante y ex post de esta subordinación, la norma genere efectos beneficiosos para el sistema. Para el resto de créditos, que hemos calificado como ordinarios, regirá la regla de distribución proporcional, sobre la cual no sólo se logrará un reparto equitativo por las pérdidas ocasionadas por una situación de insolvencia, sino que, desde una perspectiva ex ante, también se logrará distribuir el riesgo de insolvencia en un mayor número de acreedores, generando un efecto beneficioso sobre el mercado crediticio y, en general, sobre la seguridad jurídica de las transacciones comerciales.